Irán tiene dos caras. En la calle son religiosos y conservadores. Cuando cierran la puerta de casa enchufan los canales internacionales de televisión y debaten sobre los movimientos anti sistema.
Lo primero que tienes que saber si vas a Irán es que no son árabes, son persas. Y que no hablan árabe, hablan farsi. Son las dos reglas de oro para empezar con buen pie cualquier relación en la república islámica, además de cubrirse con un pañuelo en caso de las mujeres y vestirse de forma islámicamente correcta para ambos sexos. Hay que tener muy claro desde el inicio que el país que se visitamos no tiene nada que ver con el mundo árabe. Irán, la antigua Persia, comparte Islam con sus vecinos árabes, pero aquí el 90% de sus 70 millones de habitantes pertenece a la secta chií y no a la suní que siguen más del 80% de los musulmanes del mundo.
Mas sobre Irán…las diferencias étnicas, dialécticas y religiosas hacen de Irán un destino único. Si a esto le añadimos la especie de ‘ayatolacracia’ que rige el país desde el triunfo de la revolución religiosa en 1979 y el estado de convulsión permanente en política internacional debido al enfrentamiento con Estados Unidos e Israel, nos encontramos con una sociedad presa en los dogmas de un sistema que tres décadas después de su fundación sobrevive, pero que parece haber quedado obsoleto ante las exigencias de cambio que reclama gran parte de la población.
Son dos países en uno. El que se vive dentro de las casas y el que se ve en las calles. El que conocen los que de verdad pasan allí un tiempo y el que las autoridades muestran al mundo a través de los medios oficiales.
No deja de ser la misma opinión que la de un comerciante de alfombras que conocí en Isfahán y que pasa meses del año en España y que asegura que la sociedad iraní, vista desde fuera, se distingue por su doble vida. La vida social marcada por una imagen falsa religiosa y conservadora para poder sobrevivir en un sistema absolutista. Y por otro lado, la vida personal que suele ser mucho más liberal y en algunos casos anti sistema.
Mientras que los murales en las paredes y los clérigos oficialistas levantan el puño para gritar «¡Muerte a Estados Unidos, muerte a Israel!», gran parte de la población vive pendiente de los dólares y euros que les envían sus familiares exiliados en el “gran Satán”, Australia y algunos países de Europa como Alemania. En las casas solo se sintonizan los informativos de los canales extranjeros vía satélite porque han dejado de creer en la propaganda de los canales públicos.
En Teherán no hay camellos; se circula en coche, autobús, metro y también bicicletas de alquiler, la última moda implantada por el ayuntamiento ya que Teherán es una de las ciudades del planeta de más contaminación ambiental y que cada año obliga a paralizar la actividad durante varios días. No muy lejos de la capital, sin embargo, empieza el desierto puro y duro y allí sí se puede disfrutar de una forma de vida totalmente diferente y más cercana a la imagen del país desértico que viene a la mente al hablar de la antigua Persia.
«Teherán es un Irán en miniatura», repiten los iraníes con orgullo al referirse a esta enorme urbe de 14 millones de habitantes que califican como la «más moderna y la única capital con metro en toda la región». El orgullo nacional, el fervor patrio, es el mayor elemento de cohesión de un país dividido por la política en los últimos treinta años. Ese orgullo les llevó a unirse sin fisuras bajo el mandato del Imán Jomeini para hacer frente a la agresión del Irak de Sadam Husein en los ochenta y ese orgullo es el que hoy, pese a todo, les sigue uniendo frente a la amenaza de una hipotética invasión estadounidense que nunca termina de llegar. Ese mismo orgullo que les lleva a pelear por el reconocimiento del Golfo Pérsico y no Arábigo, como insisten algunos países vecinos.
Aunque los medios de comunicación hace ver a Irán como un país belicoso, enfrentado eternamente a EEUU e Israel y con el sambenito de desarrollar una carrera nuclear para obtener armamento atómico, al final se trata de un país donde el viajero está a salvo de la delincuencia común y donde impresiona la hospitalidad de la gente.
Los iraníes son amables con el occidental y la hospitalidad llega a resultar difícil de digerir sobre todo para los viajeros más independientes. La necesidad de expresar al mundo que ellos no son tan malos como les pintan, hace que en muchas ocasiones los visitantes no podamos estar solos un minuto. Un desfile interminable de paseantes anónimos te abordan constantemente para explicarle, a veces en un inglés rocoso, otras con un inglés perfecto, que Irán quiere vivir en paz con el mundo y que sus gobernantes han perdido el contacto con el pueblo. Las invitaciones a casas particulares para comer y cenar muestran un país diferente al que se ve en las calles y hay que aprovechar para acercarse a esta realidad que obvian los grandes medios de comunicación.