Hoy repasando mi book de fotografías, me encuentro con las del viaje que realicé en Diciembre del año pasado. Veréis, muchos de los lugares que visito quedan guardados en mi memoria por algo en particular. A veces es por un sabor, como el curry de Sri Lanka, otros por un olor, como el barrio de tintoreros en Marrakech, otros por un paisaje, como el desierto de Wadi Rum en Jordania; otros por haber pasado allí un buen momento, como en las higlands de Escocia y otros, simplemente, por un color. Eso es lo que me ha pasado con Chaouen, en el norte de Marruecos; toda ella de un color, el azul, de hecho parece el fondo de una piscina.
El ambiente tranquilo, el paisaje, los aromas y el color llaman tanto la atención que el primer instinto que te viene es salir a caminar y perderte por sus callejuelas. Porque eso es, precisamente, lo único que se puede hacer en esta ciudad: caminar. Caminar y descubrir. Caminar y asombrarte. Así que siguiendo este instinto viajero, aparco el coche, me cuelgo la cámara de fotos y salgo a bucear por el fondo de la piscina…
Para los que les guste un poco la historia, diré que esta enclavada en un pequeño valle y que fue fundada en el año 1471, sobre un antiguo poblado berebere. Sus fundadores? Musulmanes y judíos que provenían expulsados del Andalus.
Chauen es una de esas ciudades que uno acaba sabiendo que es muy turística, es verdad y así es, que su medina está llena de hoteles, hosterías, restaurantes, bares, cafés y comercios con venta de recuerdos, pero que a pesar de eso sigue manteniendo su alma, su encanto y su magia. Y ese encanto es fruto del color y de su gente.
Y la pregunta que te viene a la cabeza es ¿Porque ese color azul-celeste? Algunos dicen que solamente fue para ahuyentar a unos insectos y que después se siguió con la tradición. Otros cuentan que fueron los judíos que llegaron con sus tradiciones y una de ellas era, precisamente, pintar sus casas de azul. El caso es que el azul-celeste te acompaña mientras caminas, está en el suelo, las paredes, las puertas y las ventanas.
Pero es que además del color, mientras paseas por las calles laberínticas de la medina, el olor a tajín y a pan recién horneado te hace desviar varias veces del camino, y siguiendo el aroma, llegas a los hornos colectivos donde las personas dejan sus panes recién amasados y crudos y, después de unas horas, vuelven por ellos para llevarlos derecho a la mesa.
Así, en medio de olores sabrosos y de un color azul intenso voy descubriendo este rincón marroquí y su paisaje de ropa colgada en las ventanas; bazares llenos de productos coloridos que contrastan con la monotonía azul y blanca, las puertas de las casas muchas veces abiertas que te invitan a pasar; los chicos jugando con la pelota; las mujeres que van y vienen con sus panes; los hombres que descasan, juegan y toman su té de menta y los aguateros que reparten agua y al final, el camino inevitablemente nos lleva a la plaza principal Uta el-Hammam, donde se encuentra la mezquita con su torre octogonal y la kashba, con sus paredes color rojizo.
Chaouen te invita a descansar, porque caminar por sus calles laberínticas te transporta a una tranquilidad extraña. Y por supuesto, la mejor manera de despedirse de la ciudad es terminar la visita al final del día en una terracita de alguna hostería o en alguno de los restaurantes en la plaza Uta al-Hammam, frente a la Gran Mezquita, iluminados con luces tenues y faroles de colores.