Cuando fui a Marrakech para visitar la famosa plaza de Jemma el Fna, iba con la idea preconcebida de las grandes plazas de las ciudades Europeas, es decir, un amplio espacio en el centro del casco antiguo rodeado de edificios históricos, pero una vez allí, se me rompieron todos los esquemas ya que la Jemaa el Fna no cumple con la máxima de la calidad arquitectónica de sus edificios, salvo la silueta de la mezquita de la Kutubía que se alzaba a cierta distancia, y que lo verdaderamente importante y singular de esta plaza era el contenido y no el continente.
Definir esta la plaza como el corazón de la ciudad es no alcanzar a ver la verdadera función que este amplio espacio realiza. Jemma el Fna cumple la función de canalizar y bombear todo el movimiento de o hacia la medina, que tarde o temprano termina confluyendo en ella, pero también la Jemaa el Fnaa ha sido, y es aún en la actualidad, la memoria y la esencia, el alma y la herencia genética de Marrakech, una ciudad que ha dado nombre a todo un país.
Cuando visité la plaza mi sensación fue encontrarme de bruces con un espacio diáfano tan inmenso que a pesar de todo rebosaba actividad por todas partes, convirtiéndose en una verdadera orgía sensual, fue sencillamente inenarrable. Rápidamente tuve la certeza de que aquello era algo real, espontáneo, que era así simplemente porque era y siempre había sido así y no de otra manera. Aquello no tenía nada de artificioso ni de rebuscado, nada de representación teatral, nada de atracción turística. La plaza era de los marraquechíes, tal y como ellos querían que fuese.
Tanto de día como de noche el barullo es continuo y mires por donde mires. De noche, corrillos donde los narradores cuentan historias de las vicisitudes y milagros de tal o cual santo. Tenderetes de juegos de habilidad, corro de espectadores que animan a un par de chavales exhibiendo técnicas de luchas ancestrales, vendedores de zumos que airean las excelencias de sus productos y sobre todo decenas de puestos de comida dispuestos en un ordenado desorden, que inundan el espacio de humo, lo que en la distancia da a la plaza una sensación de caldera en ebullición y de olores contradictorios. Por la mañana, un aspecto absolutamente distinto. Todos los chiringuitos de comidas desaparecen, solo los puestos de zumo siguen en su lugar. La actividad prosigue, pero en un registro distinto. Ahora la plaza es un pequeño mar de amplias sombrillas verdes, que cobijan del sol a pequeños puestos donde se vende todo lo imaginable o se prestan servicios de todo tipo, desde los dentistas, curanderos, vendedores de pócimas y ungüentos y otras actividades más o menos esotéricas, hasta los echadores de cartas sin olvidarnos de los encantadores de serpientes, los domadores de macacos y algún que otro grupo de acróbatas, músicos o cómicos…
Si el ambiente nocturno no da concesiones al turista, el ambiente matinal es distinto. La plaza ya da la sensación de combinar la tradición con las necesidades turísticas, dando el espectáculo y el colorismo que se busca con la posibilidad de poder ganar unos cuantos dirhams posando para las fotos de los extranjeros como los aguadores enfundados en sus coloridos e inconfundibles trajes y sus característicos sombreros o como los encantadores de serpientes.
Ahora solo queda por saber hasta cuando los últimos juglares de la Jemaâ el Fna seguirán resistiendo la competencia de Internet y de los culebrones saudíes y egipcios vía satélite resistiendo este voraz e inhumano ente que denominamos «globalización».