Cuando mi hija hizo en su momento el Erasmus, opto por hacerlo en Lisboa y fue la escusa perfecta para visitarla. Ahora que es el turno de mi hijo, una de las opciones que también se baraja es esta ciudad atlántica de nuestro vecino Portugal.

Francamente, me haría ilusión volver a visitarla ya que pocas ciudades pueden enorgullecerse estar tan llenas de reminiscencias. Lisboa, seis letras que parecen encerrar todos los olores de ultramar, todos los tonos cobrizo de sus tejados, todas las ronchas mohosas de las fachadas y todo el encanto trasnochado de unas calles que pujan por engancharse al progreso sin haberse desprendido aún de su modorra provinciana.

Lisboa es una ciudad de luz dorada que perdura sobre las colinas con un esplendor como de lluvia reciente. Para mi Lisboa, de la impresión que me lleve en su día, es una ciudad en blanco y negro. Es una ciudad con una muy variada escala de grises, grises que la bruma del Atlántico cada día va depositando sobre el Chiado o la Alfama para que los barrios y los puentes, las estatuas y las plazas se confundan y se mimeticen con el agua turbia del Tajo. Yo diría que este juego de grises, más que una escala tonal, es la radiografía en blanco y negro de una ciudad que destila vida por todas sus callejuelas, calles, avenidas y plazas. Si eso es posible, Lisboa es una ciudad con alma de aldea cosmopolita.

Sabéis… hay zonas de la parte vieja Lisboa que me recuerdan a La Habana. Las pendientes callejuelas estrechas con regueros de aguas sucias de la Alfama, el encanto de sus mercados al aire libre, la silueta romántica de un renqueante y destartalado tranvía, el mapamundi de unas paredes desconchadas….. Forman un mundo mágico que a propios y extraños hace que esa decadente ciudad quede en las mentes y corazones de mucha gente.

Quizá por eso adoro Lisboa. Porque aún respira en blanco y negro.