A lo largo de mis viajes, he conocido de momento 3 desiertos. El Sahara, el desierto de Arabia y por último el de Wadi Rum en Jordania. Este último es el desierto que Lawrence de Arabia cruzó varias veces durante sus guerras y batallitas en el transcurso de la Revolución Árabe de 1916-1918 contra el imperio Otomano. También es el desierto que tantas veces nombró y renombró en su libro Los Siete Pilares de la Sabiduría. Y es que Wadi Rum es sin duda uno de los destinos obligados si os encontráis en tierras del reino Hachemita.
Wadi Rum es un lugar espectacular, te sobrepasa en belleza y hermosura. Con grandes torres de piedra arenisca. Torres en las que el agua y el viento, día a día, lentamente, pero sin descanso han ido cincelando la blanda arenisca de la que están hechas, hasta componer un paisaje espectacular de pilares con formas extravagantes, cárcavas, acanaladuras y grandes cimas de paredes verticales.
Wadi Rum es un desierto en el que de repente espectaculares afloramientos de roca emergen de un mar de arena y que según pasan las horas del día, los colores de la roca y la arena van pasando del rojo intenso a un nácar acaramelado.
Y es que, como cualquier otro desierto, Wadi Rum tiene sus horas. Si nos encontramos al amanecer o al atardecer, es entonces cuando el sol arranca los almagres, ocres y bermellones que viven en la piedra arenisca y el escenario se vuelve mágico. Pero si os pilla a mediodía, Wadi Rum será un desierto aburrido, cegador y carente de atractivos.
Pero si hay una experiencia única es pasar una noche bajo un techo de estrellas que cual diamantes tintinean en la negritud del desierto. Solo cuando hayáis respirado hasta la saciedad el aire limpio y hayáis oído el silencio mas desnudo y solo cuando hayáis visto salir el sol desde lo alto de una duna envueltos en un silencio que os limpia el alma, entonces podréis decir que habéis conocido el desierto.