Hoy toca hablar de Samarkanda, de las tres joyas de Uzbekistan, la más mítica y legendaria ciudad que está en todos los imaginarios de los viajeros. ¿Pero realmente es así? Si pero no…. Me explico, Samarkanda cuenta con las joyas arquitectónicas más bellas que mis ojos hayan visto, pero sus tesoros se encuentran deslavazados a lo largo de desangeladas avenidas por las que renquean ladas y moskvich entre edificios de nítidas hechuras soviéticas.
Imposible abstraerse del barniz aún fresco de siete décadas de comunismo que ni siquiera el tenebroso presidente Karímov ha conseguido eliminar a través de su particular campaña de reinvención de la historia. Desterró de un plumazo el cirílico de las escuelas y favoreció entre una población eminentemente laica el Islam como elemento diferenciador de la identidad uzbeca. Una identidad que debía de construirse a marchas forzadas. Se retiraron todas las imágenes de Lenin y se resucitó a Tamerlán como gran héroe nacional. Poco importó que el conquistador no fuera precisamente uzbeko. A fin de cuentas, tampoco lo son Samarkanda o la igualmente caravanera y bellísima ciudad de Bukhara, que conservan su herencia tayika, es decir persa, y sólo las maquinaciones de Stalin al delinear las fronteras de Asia Central hicieron que quedaran en Uzbekistán.
Es una lástima que en Samarkanda no quedara un casco viejo homogéneo para dar realce a los monumentos como sucede en Bukhara. Los rusos restauraron todo el patrimonio arquitectónico pero por el contrario arrasaron sus empobrecidos barrios colindantes.
Sin embargo, antes de sentenciar si este fabuloso cruce de caminos está o no a la altura de lo mucho que evoca su nombre, lo mejor plantarse al atardecer frente a la Plaza de Registán, cuando destellan las geometrías de los mosaicos turquesa y lapislázuli de sus pórticos, cúpulas y alminares. Basta este vis a vis con esta plaza, que desde siempre ha sido testigo de la vida pública de ciudad, para entender mejor por qué ha merecido la pena viajar hasta tan lejos. Ella sola se basta y se sobra para hacerle justicia a la Samarkanda de leyenda. La monumentalidad de cuento oriental de las tres madrasas que cercan el Registán fijaron el modelo de arquitectura islámica que se impondría desde el Mediterráneo hasta la India. La primera fue la de Ulughbek, sabio y nieto de Tamerlán, que albergó en el siglo XV la mayor universidad de su época, donde además de religión y derecho musulmán también se estudiaba Astronomía, Filosofía y Matemáticas. Dos siglos más tarde se erigieron las de Sher Dor y Tilla-Kari, cuyos patios e iwanes serán capaces de retenerle a uno una mañana entera.
A un buen trecho de la plaza Registán, a orillas del mercado en el que Samarkanda recupera su bullicio de ciudad oriental, se alza Bibi Khanun, su mezquita más elegante y la mayor de Asia Central, construida para la esposa favorita de Tamerlán. A una distancia parecida del lado contrario a la plaza asoma la opulencia del mausoleo en el que reposan los restos de Tamerlán. Y agarrándose a las faldas de la colina de Afrosiab, de la que los arqueólogos rescatan los despojos más viejos de aquella primera Samarkanda, el Observatorio de Ulughbek, en el que este rey astrónomo observaba las constelaciones y por último la gran y hermosa necrópolis de Shah-i-Zindah, entre cuyos mausoleos es posible buscarse una discreta esquina desde la que espiar el ir y venir de los peregrinos llegados del Uzbekistán rural para que el mullah les dedique una sura.