De mi estancia hace unas semanas en Frankfurt, era inevitable hacer una escapada para visitar Heidelberg, una ciudad monumental y bulliciosa, cincelada por los esplendores de un pasado que la convierte hoy en un rincón delicioso pero a la vez decadente.
Heidelberg sigue viviendo de los universitarios, pero ahora también de los turistas y a unos y otros los trata con generosidad y escepticismo. Consciente de que no son los primeros invasores ni tampoco serán los últimos.
Levantada a orillas del río Neckar, fue durante siglos la sede del Palatinado, y por tanto uno de los centros de poder del Sacro Imperio Romano Germánico. Heidelberg ha soportado a lo largo de los siglos una historia convulsa y movediza de la que sobresale inevitablemente una historia de amor. La que moldearon a principios del siglo XVII a dos jóvenes y hermosos que se enamoraron con locura el uno del otro. Eran el príncipe Federico V y Elisabeth Estuardo.
Aquel enamoramiento pervive todavía hoy en el castillo que Federico mandó reconstruir al estilo inglés convirtiendo uno de los torreones en un teatro en el que representar las obras de Shakespeare, las favoritas de su bella esposa. Para cuando Elisabeth se vino a vivir a Heidelberg, el castillo contaba ya con una biblioteca, un esplendido jardín y una colección de juegos de mesa. Detalles que llevaban el marchamo del aprecio sincero de su enamorado, cuyo poder creció súbitamente en 1620 cuando fue coronado rey de Bohemia.
Todo acabo con la Guerra de los Treinta Años, que se llevó por delante sus tierras, su fortuna, su castillo y cualquier posibilidad de envejecer con Elisabeth. Esta les separó y desperdigó a su descendencia y los franceses, deseosos de mancillar el nombre de su propietario, volaron el castillo a base de bombazos.
No obstante fue un francés, el conde de Graimberg, quien salvo de la ruina el castillo. Apuntaló lo que quedaba en pie e hizo lo que pudo por adecentarlo.
Pero Heidelberg es mucho más que el castillo. Es también la universidad, donde enseñaron los filósofos Jaspers y Gadamer. Por cierto, nunca había sabido de que una universidad tuviera y conservara una cárcel para los estudiantes que se pasaban de la raya.La raya era variable: pelearse, emborracharse, cortejar a una dama de manera impropia, cantar, batirse a duelo. ¿Cosas viejas? No.
Pero ya lo veis, han existido épocas en que no ha habido tanta comprensión para con la juventud.
Muy buen artículo. Estuve viviendo allí cerca el pasado invierno, en un pueblecito llamado Walldorf, y casi todos los fines de semana iba a Heidelberg a dar una vuelta. Una descripción inmejorable de esta bonita ciudad…
Un saludo,
Joaquín